Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2008 Derechos Reservados.
Publicado por primera vez en A toda marcha Naples, Florida, 10 de diciembre del 2004.
Tengo en el recuerdo de mi niñez una de esas maestras que no se olvidan con facilidad. Antes de la llegada de Fidel Castro, yo asistía a uno de los dos colegios americanos preferidos por los propios estadounidenses que residían en La Habana. Mis padres eran bilingües y habían cursado sus estudios superiores en Estados Unidos; mis abuelos también. Por lo tanto cuando llegó el momento de escoger colegio para mi hermano y para mí, a mis padres no se les hizo compleja la búsqueda: sería el Ruston Academy o Lafayette School. A ambos nos matricularon en el primero, pues mi madre había hecho buena amistad y respetaba profundamente a su director quien, andando los años, sería uno de los gestores del programa “Peter Pan” que hubo de desarrollarse para sacar a los niños de Cuba y de esta forma protegerlos de lo que en aquel momento era para todos los cubanos la incógnita del comunismo.
Pero estoy refiriéndome a una época menos compleja, donde todavía confiábamos y dormitábamos. En el Ruston aprendí desde muy niña lo que era Halloween, Thanksgiving, Veterans Day, Pearl Harbor, e Easter. Conocí los brownies, el peanut butter sandwich, el juego de football y los cheerleaders. También aprendí a bailar el rocanrol, el Bunny Hop, el Hokey Pokey, el cha-cha-chá, el danzón y la conga. Esta última causó conmoción en la vida conservadora y blanca de mi abuela Hilda que un día le preguntó muy consternada a mi madre si ella pagaba Ruston para que me enseñaran a bailar danzas primitivas. “Los tiempos cambian, mamá,” le oí contestar a mi madre que me ayudaba a aprender los pasos de conga en el patio de mi casa lejos del cuarto de mi abuela.
La esposa del director del Ruston, que además era mi profesora de estudios americanos de tercer grado, resultó más adelante ser también la persona encargada de la celebración de Navidad en nuestro colegio. A través de ella que era norteamericana por los cuatro costados, conocí los villancicos españoles y cubanos, y los Christmas carols de Estados Unidos y Europa. Quizás una de las experiencias más profundas y positivas que he tenido en mi vida sea el haber estado expuesta a esta mujer alta, más bien fría y seca, muy rosada, de pelo que recuerdo gris, encerrado en un moño, aunque ahora calculo que no debía haber sido muy mayor; que usaba espejuelos de armadura de metal y lentes redondos, zapatos de tacón grueso y trajes sastre en colores claros, o faldas con blusas sencillas de seda y botones de madreperla; que a duras penas pronunciaba algo parecido al español y que nunca me dio indicios de que a lo mejor supiera mi nombre. Tenía los labios irregulares y se los pintaba de un naranja extraño.
Sin embargo, el material emocional que me legó durante los tres años en que tuve la oportunidad de pertenecer al coro infantil de mi colegio me ha acompañado a través de Navidades extremadamente felices y otras que preferiría olvidar, pero que fueron llevaderas gracias a la música inolvidable que aprendí a su lado. A los ocho años aprendí villancicos en alemán, en francés, en inglés, en español, canciones hebreas y canciones rusas de balalaicas y negro spirituals del sur de EEUU; pero aprendí también la perseverancia de dedicarse a la música, el estudio de una canción y su significado, los ritmos, el fraseo de un grupo de palabras, los ensayos rigurosos donde no pasábamos de dos compases porque no le rendíamos lo que ella exigía. Entendí la dificultad de rangos de voces, de empalmarlas correctamente. Supe lo que era ser parte de un coro, que no es un grupo de personas gritando, sino que todas las voces deben oírse sin altibajos, como una sola voz homogénea y donde se debe enunciar deliberadamente para que los oyentes puedan escuchar todas las palabras con claridad. Adquirí la responsabilidad de cuidar mi uniforme de acólito blanco y rojo con un gran lazo rojo que me caía sobre el pecho; de llegar en punto y de no faltar a las prácticas, que de dos días a la semana en épocas normales, ascendían a los cinco días escolares antes de un concierto, y por las cuáles debíamos sacrificar otras actividades que también nos gustaban como niños al fin. Pude darme cuenta de lo disciplinados que éramos porque nos llevaban a compartir con el coro de bachillerato y high school, y el coro de los profesores. Me hice parte de una gran celebración escolar que impactó mi niñez y mi concepto de la música y también de la responsabilidad para con los que dependían de mí y de mi palabra.
¿Y no son acaso nuestras vidas una gran celebración, un gran coro de personas que debemos vivir y trabajar juntas, con amor y responsabilidad, que como los villancicos imperecederos venimos de distintos rincones de la tierra a compartir una misma época del vivir del mundo? En vez de cantar gritando, ¿no sería mejor que todos nos oyéramos al unísono, homogéneamente. El conocido violinista Isaac Stern que además fue quien protegió al Carnegie Hall de ser demolido unos años atrás, dijo una vez algo muy sabio que más o menos resumo así: Los asuntos mundiales de la política y los problemas de los mortales debían conducirse como las grandes orquestas, donde todo el mundo tiene oportunidad de oírse y de ejecutar su parte.
Este año apréndete bien un villancico, el que más te guste. Cántalo con tu familia, o con tu congregación espiritual y deja que sea tu mantra protectora. Recibe la ternura que encierra y la dosis de actitud positiva y de esperanza que tanto necesitamos en la Navidad y en nuestro diario vivir. ¡Muchas bendiciones para todos! ¡Que estas Pascuas vengan llenas de la paz y la comprensión que nos permite unirnos como seres humanos!
Subscribe to:
Post Comments (Atom)

No comments:
Post a Comment