Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2008 Derechos Reservados.
No creo que muchos de nosotros los ciudadanos de Estados Unidos que hemos vivido en el seno de ese gran país toda una vida, podríamos habernos imaginado cuán grave era la crisis económica que se estaba gestando a nuestras espaldas.
Ni siquiera los agentes de inmuebles y financiamiento, como mi esposo y yo, teníamos un asomo de lo que nos iría a pasar, mucho menos vernos como protagnistas de la debacle. La primera vez que sentí un leve batuqueo de los pilares de mi conciencia estadounidense fue un comentario de mi hija más chiquita quien tiene un sentido financiero muy agudo. “Mami”, me dijo, “esto viene y es feo”. Recuerdo que incrédula dije, “Bueno, puede ser que haya un bache, pero el gobierno no va a dejar que la industria de los bienes raíces fracase. Los inmuebles son la columna vertebral de este país”, recuerdo que le contesté segura de lo que aseveraba. “Ok”, me contestó, “ya hablaremos dentro de algunos meses.” ¿Meses?, pensé, ¡pero si tenemos trabajo como nunca antes!
Este comentario de mi hija me puso en guardia y efectivamente a los pocos meses la actividad inmobiliaria estaba totalmente paralizada en el estado de la Florida donde vivíamos. Sin embargo, cuando muchos agentes de bienes raíces aún confiaban en el gremio, dormitaban ante el tenaz deterioro del sistema de bienes raíces, y aseguraban su pronta recuperación, yo decidí dedicarme a estudiar las razones por las cuales habíamos llegado a ese punto ya que la situación era, en mi opinión, tan precaria, tan oscura e inimaginable, que tenían que existir otras razones no tan evidentes que nos estaban llevando al borde del precipio económico. Era mi propósito establecer, al menos para nosotros, el grado de riesgo financiero que corríamos. ¿Qué podíamos prever para los próximos meses o años? ¿Había alguna posibilidad de evitar lo que se vislumbraba?
En esa investigación, a la que me entregué intensamente, escondidas en oscuros artículos económicos publicados para conocedores de la materia, encontré los famosos “papeles contaminados bancarios” y las hipotecas “basura”, los manejos de inversiones turbias en manos de reconocidos bancos, y de longevas y respetadas casas de bolsas. Pero en vez de aclarame el asunto, sólo pude llegar a la conclusión que no estábamos inmersos en una crisis pasajera, que la debacle general nos rondaba muy de cerca y que era más sabio afrontarla, aunque los “gurús” que nos enviaba la Asociación Nacional De Agentes de Bienes Raíces de EE.UU., (NAR) se empeñaran en crearnos, a través de sus cuidadosamente conformados reportes, un dorado horizonte ficticio. O sea, que la salvación de la hipoteca al 9% de la pequeña vivienda de mi amiga Martha y su esposo, (ambos, como yo, inmigrantes hispanos, quienes confiando en el famoso “sueño americano” del cual ya nadie habla, trabajaron arduamente casi cinco años para lograr reunir la inicial que le permitiría comprarla), no estaba en sus manos. Estaba en las de la institución financiera que, alentada por las futuras ganancias en el mercado internacional ofrecía hipotecas malsanas condenadas a sucumbir desde el momento en que el cliente presentaba su solicitud de financiamiento. Los mismos representantes de muchas instituciones hipotecarias proveían a los “brokers” de hipotecas las soluciones para aprobar a un futuro propietario que crediticiamente de otra manera no habría podido reunir los requisitos necesarios para convertirse en propietario de una vivienda. Estas hipotecas “basura” eran “empaquetadas”, envueltas o escondidas entre otras de diversos grados de salud financiera para luego ser vendidas a los inversionistas en el mercado mundial. De más está decir que nuestra recién adquirida licencia de “broker” hipotecario, rápidamente perdió su brillo, y hoy en día, que sé lo que sé, y que no sabía entonces, doy gracias a Dios que no tramité ningún financiamiento que pudiera hundir a algún propietario.
Mientras más me adentraba en la lectura más me asombraba la falta de escrúpulos y ética profesional de todo un sistema en el cual había creído ciegamente y suponía bajo el riguroso escrutinio gubernamental estadounidense. ¿Cuántas licencias habíamos tenido que tramitar para vender hipotecas y propiedades? ¿Cuantas leyes tuvimos que estudiar promulgadas para amparar al público de agentes inmobiliarios e hipotecarios despiadados? El fraude no era sólo financiero: era el desmoronamiento de todo una forma de vida, de una fe, de una Estrella Polar que no dudábamos era incambiable. Además no era lo mismo vender propiedades con esta nueva información, porque ahora nos dábamos cuenta que las grandes instituciones bancarias e hipotecarias nos estaban utilizando a los agentes y “brokers” de a pie que adolescíamos del conocimiento de estas trastiendas, para impulsar como veneno lento, un esquema de fraude nunca antes visto y de muy largo alcance.
Bajo el ambiente imperante de pérdidas millonarias por concepto de las desvanecidas plusvalías de las propiedades, y con la información adquirida, era nuestro deber educar a nuestros clientes con respecto al estado verdadero de los inmuebles en EE.UU.. No hubiéramos sido consecuentes con ellos si les aconsejábamos vender o si les aconsejábamos comprar. Vender a precio del mercado imperante significaba vender perdiendo y los compradores por su lado ya avistaban que los precios de las propiedades seguirían en su descenso vertiginoso. O sea, que comprar significaba hacerlo a sabiendas de la depreciación que sufriría el valor de la propiedad en cuestión.
Recuerdo a la joven y enamorada hija de un amigo que visitó nuestras oficinas buscando el financiamiento para la compra de su casa. No hubo lógica ni razonamiento que valiera ante su deseo de establecer su hogar con el que sería su esposo. Pensando en sus padres, preferimos darle una excusa, a falta de querer escuchar razones, y no hacerle la hipoteca. Pero se la facilitó una de las muchas instituciones hipotecarias que otorgaba financiamientos con tasa de interés negativa ajustable, basadas en solicitudes elaboradas sin soporte crediticio verificable en lo que más tarde se conocería en el negocio de hipotecas como the “liar loan”, o el préstamo del mentiroso. Al poco tiempo esa compañía ya no existía, y al ajustarse la tasa de interés de su hipoteca, la hija de nuestro amigo perdió su propiedad.
Otra pareja amiga que se encontraba atravesando un triste divorcio, necesitaba vender su casa para dividir sus bienes. Venían seguros de poder utilizar la plusvalía de la misma para comenzar la nueva etapa de sus vidas separadas. ¡Cuál sería la sorpresa de ambos al enterarse que la inversión más grande e importante que poseían, valía lo mismo que ellos habían pagado por ella hacía seis años! Nuestro negocio, como es de suponerse se fue hundiendo poco a poco.
Me gustaría convertirme en el ejemplo viviente que los periódicos usan como referencia cuando publican las estadísticas de individuos que han perdido sus propiedades, o están bajo el riesgo de una ejecución de hipoteca. El cuadro que se nos presentaba era un callejón sin salida, que es el mismo que atraviesan en este momento miles de otros propietarios con hipotecas sub-estándar, sólo que en nuestro caso no era una hipoteca como ésta lo que nos condenaba. Teníamos una hipoteca normal. Lo que no era normal era que veníamos de tres años de unas ganancias muy generosas en comisiones por concepto de las ventas de inmuebles en la Florida. De pronto aquella fuente de ingresos cesó de la noche a la mañana bajando a cero entrada para finales del 2006. Vivíamos en Naples, la ciudad de la Florida quizás más golpeada por la crisis inmobiliaria.
El primer paso que dimos fue refinanciar nuestros apartamentos y la casa donde vivíamos. Esto nos permitió sufragar nuestro gastos por casi dos años. Todavía, en ese momento nuestra vivienda mantenía algo de su plusvalía. Pero cuatro meses después vimos el precio de nuestra casa, por ejemplo, descender a la mitad de su valor y con ese descenso, fue desapareciendo lo que nos quedaba de nuestros ahorros. Agarrados a toda costa de una muy frágil esperanza nos dispusimos a darnos un compás de espera antes de tomar cualquier decisión. Confiábamos que tanto al presidente como al Congreso de Estados Unidos en algún momento se le encendería la llama de la misericordia ante tanto ciudadano sumido en un laberinto financiero sin salida. Sin embargo, durante ese compás de espera, vimos como irremediablemente nuestra forma de vida se iba desdibujando del futuro que siempre creímos seguro.
A partir de mediados del 2007 supimos que sería poco probable que pudiéramos evitar nuestro naufragio financiero. Existían muy pocas opciones a considerar. No podíamos producir los ingresos que hasta entonces habíamos generado porque los bienes raíces estaban estancados; no era factible vender la casa, porque venderíamos a pérdida y no podríamos satisfacer la deuda al banco; no podíamos refinanciar porque no teníamos ingresos ni plusvalía después del descenso de los precios de las viviendas; no podíamos solicitar una hipoteca reversible porque era requisito que ambos cónyuges debían tener cumplidos los 60 años. Intentamos alquilar nuestra vivienda, pero el alquiler no llegaría cerca a lo que necesitábamos para cubrir el monto de la hipoteca.
Quizás lo más difícil de la situación que encarábamos era saber que esto nos estaba ocurriendo a una edad en que se nos haría cuesta arriba volver a empezar. Era nuestra realidad que ya no éramos tan jóvenes. Nuestras vidas en esos últimos meses que vivimos en EE.UU., se hizo soportable y llevadera gracias a mis hijas y a tres o cuatro muy buenos amigos que nos brindaron no sólo su amistad, sino también sus recursos económicos y verdadera comprensión mientras nosotros decidíamos cuál sería el camino más sabio para nuestras vidas. Estábamos conscientes que nosotros seríamos unas de las tantas víctimas de la perniciosa crisis global cuyas repercusiones mundiales de ahora en adelante se harán sentir irremediablemente cada vez con mayor fuerza.
Monday, December 22, 2008
Tuesday, December 9, 2008
Los villancicos de mi niñez
Por Hilda Luisa Díaz-Perera. 2008 Derechos Reservados.
Publicado por primera vez en A toda marcha Naples, Florida, 10 de diciembre del 2004.
Tengo en el recuerdo de mi niñez una de esas maestras que no se olvidan con facilidad. Antes de la llegada de Fidel Castro, yo asistía a uno de los dos colegios americanos preferidos por los propios estadounidenses que residían en La Habana. Mis padres eran bilingües y habían cursado sus estudios superiores en Estados Unidos; mis abuelos también. Por lo tanto cuando llegó el momento de escoger colegio para mi hermano y para mí, a mis padres no se les hizo compleja la búsqueda: sería el Ruston Academy o Lafayette School. A ambos nos matricularon en el primero, pues mi madre había hecho buena amistad y respetaba profundamente a su director quien, andando los años, sería uno de los gestores del programa “Peter Pan” que hubo de desarrollarse para sacar a los niños de Cuba y de esta forma protegerlos de lo que en aquel momento era para todos los cubanos la incógnita del comunismo.
Pero estoy refiriéndome a una época menos compleja, donde todavía confiábamos y dormitábamos. En el Ruston aprendí desde muy niña lo que era Halloween, Thanksgiving, Veterans Day, Pearl Harbor, e Easter. Conocí los brownies, el peanut butter sandwich, el juego de football y los cheerleaders. También aprendí a bailar el rocanrol, el Bunny Hop, el Hokey Pokey, el cha-cha-chá, el danzón y la conga. Esta última causó conmoción en la vida conservadora y blanca de mi abuela Hilda que un día le preguntó muy consternada a mi madre si ella pagaba Ruston para que me enseñaran a bailar danzas primitivas. “Los tiempos cambian, mamá,” le oí contestar a mi madre que me ayudaba a aprender los pasos de conga en el patio de mi casa lejos del cuarto de mi abuela.
La esposa del director del Ruston, que además era mi profesora de estudios americanos de tercer grado, resultó más adelante ser también la persona encargada de la celebración de Navidad en nuestro colegio. A través de ella que era norteamericana por los cuatro costados, conocí los villancicos españoles y cubanos, y los Christmas carols de Estados Unidos y Europa. Quizás una de las experiencias más profundas y positivas que he tenido en mi vida sea el haber estado expuesta a esta mujer alta, más bien fría y seca, muy rosada, de pelo que recuerdo gris, encerrado en un moño, aunque ahora calculo que no debía haber sido muy mayor; que usaba espejuelos de armadura de metal y lentes redondos, zapatos de tacón grueso y trajes sastre en colores claros, o faldas con blusas sencillas de seda y botones de madreperla; que a duras penas pronunciaba algo parecido al español y que nunca me dio indicios de que a lo mejor supiera mi nombre. Tenía los labios irregulares y se los pintaba de un naranja extraño.
Sin embargo, el material emocional que me legó durante los tres años en que tuve la oportunidad de pertenecer al coro infantil de mi colegio me ha acompañado a través de Navidades extremadamente felices y otras que preferiría olvidar, pero que fueron llevaderas gracias a la música inolvidable que aprendí a su lado. A los ocho años aprendí villancicos en alemán, en francés, en inglés, en español, canciones hebreas y canciones rusas de balalaicas y negro spirituals del sur de EEUU; pero aprendí también la perseverancia de dedicarse a la música, el estudio de una canción y su significado, los ritmos, el fraseo de un grupo de palabras, los ensayos rigurosos donde no pasábamos de dos compases porque no le rendíamos lo que ella exigía. Entendí la dificultad de rangos de voces, de empalmarlas correctamente. Supe lo que era ser parte de un coro, que no es un grupo de personas gritando, sino que todas las voces deben oírse sin altibajos, como una sola voz homogénea y donde se debe enunciar deliberadamente para que los oyentes puedan escuchar todas las palabras con claridad. Adquirí la responsabilidad de cuidar mi uniforme de acólito blanco y rojo con un gran lazo rojo que me caía sobre el pecho; de llegar en punto y de no faltar a las prácticas, que de dos días a la semana en épocas normales, ascendían a los cinco días escolares antes de un concierto, y por las cuáles debíamos sacrificar otras actividades que también nos gustaban como niños al fin. Pude darme cuenta de lo disciplinados que éramos porque nos llevaban a compartir con el coro de bachillerato y high school, y el coro de los profesores. Me hice parte de una gran celebración escolar que impactó mi niñez y mi concepto de la música y también de la responsabilidad para con los que dependían de mí y de mi palabra.
¿Y no son acaso nuestras vidas una gran celebración, un gran coro de personas que debemos vivir y trabajar juntas, con amor y responsabilidad, que como los villancicos imperecederos venimos de distintos rincones de la tierra a compartir una misma época del vivir del mundo? En vez de cantar gritando, ¿no sería mejor que todos nos oyéramos al unísono, homogéneamente. El conocido violinista Isaac Stern que además fue quien protegió al Carnegie Hall de ser demolido unos años atrás, dijo una vez algo muy sabio que más o menos resumo así: Los asuntos mundiales de la política y los problemas de los mortales debían conducirse como las grandes orquestas, donde todo el mundo tiene oportunidad de oírse y de ejecutar su parte.
Este año apréndete bien un villancico, el que más te guste. Cántalo con tu familia, o con tu congregación espiritual y deja que sea tu mantra protectora. Recibe la ternura que encierra y la dosis de actitud positiva y de esperanza que tanto necesitamos en la Navidad y en nuestro diario vivir. ¡Muchas bendiciones para todos! ¡Que estas Pascuas vengan llenas de la paz y la comprensión que nos permite unirnos como seres humanos!
Publicado por primera vez en A toda marcha Naples, Florida, 10 de diciembre del 2004.
Tengo en el recuerdo de mi niñez una de esas maestras que no se olvidan con facilidad. Antes de la llegada de Fidel Castro, yo asistía a uno de los dos colegios americanos preferidos por los propios estadounidenses que residían en La Habana. Mis padres eran bilingües y habían cursado sus estudios superiores en Estados Unidos; mis abuelos también. Por lo tanto cuando llegó el momento de escoger colegio para mi hermano y para mí, a mis padres no se les hizo compleja la búsqueda: sería el Ruston Academy o Lafayette School. A ambos nos matricularon en el primero, pues mi madre había hecho buena amistad y respetaba profundamente a su director quien, andando los años, sería uno de los gestores del programa “Peter Pan” que hubo de desarrollarse para sacar a los niños de Cuba y de esta forma protegerlos de lo que en aquel momento era para todos los cubanos la incógnita del comunismo.
Pero estoy refiriéndome a una época menos compleja, donde todavía confiábamos y dormitábamos. En el Ruston aprendí desde muy niña lo que era Halloween, Thanksgiving, Veterans Day, Pearl Harbor, e Easter. Conocí los brownies, el peanut butter sandwich, el juego de football y los cheerleaders. También aprendí a bailar el rocanrol, el Bunny Hop, el Hokey Pokey, el cha-cha-chá, el danzón y la conga. Esta última causó conmoción en la vida conservadora y blanca de mi abuela Hilda que un día le preguntó muy consternada a mi madre si ella pagaba Ruston para que me enseñaran a bailar danzas primitivas. “Los tiempos cambian, mamá,” le oí contestar a mi madre que me ayudaba a aprender los pasos de conga en el patio de mi casa lejos del cuarto de mi abuela.
La esposa del director del Ruston, que además era mi profesora de estudios americanos de tercer grado, resultó más adelante ser también la persona encargada de la celebración de Navidad en nuestro colegio. A través de ella que era norteamericana por los cuatro costados, conocí los villancicos españoles y cubanos, y los Christmas carols de Estados Unidos y Europa. Quizás una de las experiencias más profundas y positivas que he tenido en mi vida sea el haber estado expuesta a esta mujer alta, más bien fría y seca, muy rosada, de pelo que recuerdo gris, encerrado en un moño, aunque ahora calculo que no debía haber sido muy mayor; que usaba espejuelos de armadura de metal y lentes redondos, zapatos de tacón grueso y trajes sastre en colores claros, o faldas con blusas sencillas de seda y botones de madreperla; que a duras penas pronunciaba algo parecido al español y que nunca me dio indicios de que a lo mejor supiera mi nombre. Tenía los labios irregulares y se los pintaba de un naranja extraño.
Sin embargo, el material emocional que me legó durante los tres años en que tuve la oportunidad de pertenecer al coro infantil de mi colegio me ha acompañado a través de Navidades extremadamente felices y otras que preferiría olvidar, pero que fueron llevaderas gracias a la música inolvidable que aprendí a su lado. A los ocho años aprendí villancicos en alemán, en francés, en inglés, en español, canciones hebreas y canciones rusas de balalaicas y negro spirituals del sur de EEUU; pero aprendí también la perseverancia de dedicarse a la música, el estudio de una canción y su significado, los ritmos, el fraseo de un grupo de palabras, los ensayos rigurosos donde no pasábamos de dos compases porque no le rendíamos lo que ella exigía. Entendí la dificultad de rangos de voces, de empalmarlas correctamente. Supe lo que era ser parte de un coro, que no es un grupo de personas gritando, sino que todas las voces deben oírse sin altibajos, como una sola voz homogénea y donde se debe enunciar deliberadamente para que los oyentes puedan escuchar todas las palabras con claridad. Adquirí la responsabilidad de cuidar mi uniforme de acólito blanco y rojo con un gran lazo rojo que me caía sobre el pecho; de llegar en punto y de no faltar a las prácticas, que de dos días a la semana en épocas normales, ascendían a los cinco días escolares antes de un concierto, y por las cuáles debíamos sacrificar otras actividades que también nos gustaban como niños al fin. Pude darme cuenta de lo disciplinados que éramos porque nos llevaban a compartir con el coro de bachillerato y high school, y el coro de los profesores. Me hice parte de una gran celebración escolar que impactó mi niñez y mi concepto de la música y también de la responsabilidad para con los que dependían de mí y de mi palabra.
¿Y no son acaso nuestras vidas una gran celebración, un gran coro de personas que debemos vivir y trabajar juntas, con amor y responsabilidad, que como los villancicos imperecederos venimos de distintos rincones de la tierra a compartir una misma época del vivir del mundo? En vez de cantar gritando, ¿no sería mejor que todos nos oyéramos al unísono, homogéneamente. El conocido violinista Isaac Stern que además fue quien protegió al Carnegie Hall de ser demolido unos años atrás, dijo una vez algo muy sabio que más o menos resumo así: Los asuntos mundiales de la política y los problemas de los mortales debían conducirse como las grandes orquestas, donde todo el mundo tiene oportunidad de oírse y de ejecutar su parte.
Este año apréndete bien un villancico, el que más te guste. Cántalo con tu familia, o con tu congregación espiritual y deja que sea tu mantra protectora. Recibe la ternura que encierra y la dosis de actitud positiva y de esperanza que tanto necesitamos en la Navidad y en nuestro diario vivir. ¡Muchas bendiciones para todos! ¡Que estas Pascuas vengan llenas de la paz y la comprensión que nos permite unirnos como seres humanos!
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