Hace unos días, asistí a una reunión de periodistas hispanos durante la cual surgió un animado debate sobre el uso de las palabras “hispano” o “latino”. Después de escuchar los puntos de vista expuestos informalmente durante la velada, algunos sorprendentes y casi todos llenos de una indiscutible carga emocional, me retiré ya entrada la noche a rumiar las muchas definiciones que había oído con respecto a quiénes somos. Me di cuenta que tenía entre mis manos casi tantas definiciones de ambas palabras como el número de invitados en aquella tertulia. También era innegable que “hispano” y “latino” en su uso o mal uso, habían adquirido en los EE.UU. con el transcurrir del tiempo, nuevos niveles o “tonalidades” de significados que se habían ido filtrado y albergado en estas palabras, que ambas, cada día con más frecuencia, nos "adjetivizan" equivocadamente. Me pregunté si mis amigos periodistas habrían coincidido conmigo, si habrían entendido la enorme tarea que con respecto a la comunidad hispana se despliega ante todos nosotros los que usamos los medios para comunicarnos, especialmente cuando se trata de personas que trabajan escribiendo en inglés y español, y cuya pluma podría influir el pensamiento de tantos lectores.
¿Cómo definir qué es un hispano?, o lo que es un tanto más difícil, ¿qué es un hispano en EE.UU.?, y más complejo aún, ¿qué es un hispano-estadounidense? La diferencia entre estos tres grupos de hispanos puede ser invisible para el que observa superficialmente. Y desde luego, el tema es tan extenso que no podría pensar cubrirlo a fondo en un artículo. Es sustancia para un estudio sociológico. Por eso vaya este artículo de observaciones más a modo de apuntes que quizás sirvan para avivar el interés de algún investigador.
Los llamados “hispanos de Estados Unidos”, comprenden las tres categorías arriba mencionadas. Muchos han crecido y se han formado dentro de este país. Por ende, no necesariamente estudiaron formalmente el español, y además, la cultura hispana que heredaron les llega de segunda mano. Lo que saben del idioma y la cultura se limita inicialmente a aquello que recogieron en el seno de sus hogares y, la mayoría de las veces, aprendieron de algún país hispano lo que sus respectivas familias pudieron contarles. O sea, que la profundidad de sus conocimientos hispanoamericanos, si no se han hecho estudios formales del español y la cultura hispana, equivale al grado de educación e interés que les trasmitió el entorno familiar y lo que cada quien, en su caso particular quiso absorber, aceptar y hacer suyos. Por esta razón es un desafío poder hablar con propiedad de sí mismos y de cómo definir, a todos los hispanos, ante las demás culturas con las que se comparte a los EE.UU.
El concepto de ser hispano se hace más difícil cuando la referencia vivencial que domina nuestras vidas no es la de un país hispano; cuando el idioma que se habla en la casa pugna con el acento de otros hispanos y con el idioma que se habla en la calle; cuando las costumbres que nos enseñan nuestros padres hispanos no se avienen con las de otros hispanos; y sin embargo, los que no hemos nacido en EE.UU., aunque mucho nos pese, nos vamos dando cuenta que al pisar tierra estadounidense se ejerce sobre nosotros una delicada y casi imperceptible presión cuyo objetivo es desvanecer en nuestras mentes las fronteras geográficas que alguna vez nos identificaron como cubano, venezolano, puertorriqueño, etc., para poco a poco fundirnos en esa conveniente pared o en ese bloque que los medios y entes gubernamentales en EE.UU. han querido construir para aglomerarnos a todos en un mismo saco y paradójicamente “simplificar” el estudio del fenómeno social en que nos hemos convertido: los Hispanics. Recuerdo hace muchos años, en el Miami de los ’70, cuya población entonces era mayormente cubana, unas calcomanías que empezaron a verse pegadas a los guardafangos de los carros, cuando por primera vez oímos la palabra “hispano” usada para agruparnos a todos con un sesgo que no acababa de convencernos. La calcomanía advertía y reclamaba: “¡Yo no soy hispano. Yo soy cubano!” Treinta años después pienso que al que se le ocurrió la idea de crear este slogan de alguna manera había captado al vuelo lo que apenas comenzaba a sucedernos.
Desde la perspectiva estadounidense de esta muy simplista etiqueta no hay cabida para una serie de consideraciones que son intrínsecas si se quiere llegar a conocernos. Para lograrlo, entre otras, se deben tener en cuenta: los motivos individuales de nuestra emigración a EE.UU., el nivel educacional, cultural y socioeconómico de nuestras familias, la composición racial de conciudadanos de un mismo país, el grado de aculturación a Estados Unidos, las profesiones u oficios que ejercemos en este país, la religión que profesamos, nuestras preferencias políticas, dónde residimos geográficamente en EE.UU., y finalmente la pregunta crucial y más difícil de encarar: ¿Podríamos volver a vivir en nuestros países de origen si tuviéramos que regresar? Pero hacer este profundo sondeo implica nuevamente ampliar el cerco de lo que significa la experiencia hispana-estadounidense. Otro importante aspecto a considerar por su carácter subjetivo, es el nivel de aceptación o de conformidad de cada individuo con el hecho de ser identificado como “Hispanic”, cuando se ha nacido en EE.UU. y se pretende ser reconocido como estadounidense en un país que prefiere imponerle a un segmento de su población otro gentilicio sólo por el hecho de ser de ascendencia hispana. Desde luego, ostentar un apellido como Hernández o López no lo ayuda a sustraerse de ese grupo ni a diluirse en la masa social y genética que lo haría invisible. Sin embargo, si por matrimonio o por nacimiento se convierte en un “Brown”, o “Smith”, entonces la presión social parece disminuir mientras el físico lo traicione.
Ante esta actitud de falta de reconocimiento por parte de su propio país de origen, cada hispano-estadounidense toma una decisión: puede optar por querer acercarse más a la cultura hispana y abrazar su procedencia, o tratar de evitarla hasta donde su entorno le permita ignorarla. Pero está fuera de sus manos hasta qué grado le será permitido escapar. Esto, lastimosamente, a veces conlleva el rechazo olímpico de todo lo que no sea estadounidense, que en muchos casos incluye un inconsciente complejo pernicioso con respecto a su propia cultura. Por haber crecido en EE.UU. son víctimas (como la mayoría de los seres humano) de la penetración comercial y el consumismo (“Si lo publica la prensa, si lo dice la televisión o la radio tiene que ser verdad.”) Con el tiempo y la repetición y también por ignorancia, algunos llegan aceptar el concepto de “hispano” o “latino” que este país pretende imponernos por sabe Dios qué prejuicio social, racial o económico. Esta definición irremediablemente siempre resulta estrecha y limitada ya que todo lo que pretenda surgir como común denominador excluirá algún aspecto crucial de aquello que se pretende definir. Existe una tercera opción que quizás sea más saludable y es lograr amalgamar ambas actitudes y funcionar alegremente, como camaleón, ajustándose comódamente a los cambios de entorno.
Muchos hispanos sostienen que una procedencia hispana nos califica para opinar categóricamente sobre nuestra cultura, y por eso a veces nos encontramos las ideas o conceptos más estrafalarios que pueda uno imaginarse. Sostengo que ser hispano en EE.UU. no garantiza el conocimiento de ningún aspecto de la hispanidad; que la extensión de nuestra hispanidad va de la mano del esfuerzo que realicemos para conocernos a nosotros mismos; que constantemente debemos mantenernos alertas a los conceptos que con respecto a la nuestra se filtran desde otras culturas; que aún no ha surgido una definición de “hispanos” que nos complazca a todos y nos elude porque que hay tantas definiciones como hispanos puedan contarse, y, en EE.UU. apenas se está formando esa nación dentro de otra nación que somos los hispanos de Estados Unidos. Por eso y porque venimos de todos los tamaños y colores, actitudes y aptitudes, urjo a los que como yo usan los medios para comunicarse, a que tomemos conciencia del papel educativo y unificador que podemos desempeñar ante nuestra comunidad que lucha por una identidad y un merecido reconocimiento. Porque si no se estudia nuestra cultura y uno es foráneo a ella, (los hispano-estadounidenses), ser de procedencia hispana, no nos convierte en expertos en la materia. Como tampoco son expertos los nacidos en los países “hispanos” cuya experiencia con el concepto de hispanidad es infinitamente más monolítica que la nuestra ya que no están expuestos a un diario redefinir de su condición de hispanos a medida que se suman nuevos aspectos y variables a esta enorme ecuación que es el hispano-estadounidense. Puede saberse la diferencia entre frijoles, caraotas y habichuelas, se puede bailar al son de Celia Cruz, Carlos Vives o Juan Luis, se puede preferir escuchar a Simón Díaz o a Carlos Mejias Godoy, pero la cultura y quiénes somos son ríos poderosos que corren mucho más profundo que los platanitos fritos.

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